Desde el inicio del tiempo existió la buena y la mala gestión.

En el principio fue el reinado de las grandes gestiones, cuyas hazañas quedaron para siempre en la memoria colectiva defendiendo a los indefensos, a los sin voz, a los necesitados de siempre combatiendo todo tipo de injusticia.

Pero con el paso del tiempo un extraño cambio dio vuelta la historia.

Algunas grandes gestiones fueron mutando, vendiendo sus lealtades, engañando a quienes los habían elegido para defenderlos, traicionando a sus propias palabras, pensando en su beneficio propio, olvidándose de todo y de todos.

Ya nadie sabía a quien creerle, cual era la mala y cual era la buena gestión.

Y fue así que surgió la otra gestión…la gestión que se pregunta, la que se cuestiona, la que está en contra de nadie y a favor de todos.

ESA GESTIÓN ESTÁ CRECIENDO EN ESTE INSTANTE...

viernes, 27 de diciembre de 2013

Lucero de invierno



Lucero de invierno
Por Juan Varela
Pizzería Kentucky – Varelópolis.
Agosto/Septiembre/Diciembre 2013
Corrector: Leandro Tirel

El invierno habitó la ciudad de Buenos Aires y las incontables historias de adoquines y esquinas, que fueron un lugar para soñar, tuvieron su refugio en el techo y en el cálido abrazo de un desconocido.
La casa tan fría y los recuerdos de sillón tan tibios, me hicieron sentir que aquello que preferí olvidar en algún momento se vuelva carne viva entre ladrillos y cemento.
Aun que todavía no me he acostumbrado a estar conmigo misma y a mi temor a sentirme sola.
No existen ojos en este mundo capaces de hacerme sentir tan real como aquellos que alguna vez me vieron. Con amor, con furia, con desprecio y serenidad. Aquellos eran mi estado de bienestar y mi lugar en el mundo.
En cambio, éstos que observo en este injusto invierno, no son suficiente remedio para tanto adiós. Son un caleidoscopio por donde mirar, pero no un sitio para tocar.
El frío no es tan crudo como la desesperanza, como sentir que todo cambia aunque yo no quiera cambiar, y el deseo, como algo perdido, como un valor permutado en la mesa de cualquier bar.
No se como decírselo. No encuentro el valor para tal desafío. Él me mira sin esperar nada a cambio. Parece, a la distancia, tan tranquilo, como para no saber lo que le tengo que decir.
Me da besos, me toca y me abraza, como si tuviera algo más que frío, como si quisiera ablandarme y que le diga la verdad, lo que realmente siento.
No puedo. Ojalá todo fuera distinto, pero no puedo. No puedo ni subir la mirada, pero él lo hace. A pesar de que faltan años luz para el primer rayo de sol de la primavera, él no para de observarme.
Me mira, me analiza y yo me pongo más y más nerviosa ¿Será que no tiene nada que perder? ¿Será que el invierno pueda ser su lugar? ¡Mentira! Todo lo que le pueda ofrecer serán hoy y siempre mentiras, porque yo lo extraño a él, no a él… Mejor dicho, lo extraño al otro, aunque irónicamente él siempre fue el otro. Y a todo esto me pregunto: ¿Cuánto faltará para terminar el invierno?
Son las mil de la mañana y su penetrante e impertinente mirada invade ahora mi habitación en el lugar donde precisamente antes salía el sol, que ahora pareciera no existir.
Terminamos de coger y yo ni siquiera empecé a sentirme bien. Me florece la culpa, me florece la evasión. Me florece todo aquello que me juré cortar de raíz. Él está contento como quien dice “la felicidad del ignorante”. Me invita un cigarrillo que no acepto… Otra mentira, muero por un cigarrillo, pero tengo que terminar con esto, tengo que por lo menos intentar decirle la verdad.
Afuera, el viento sopla fuerte, no existe un alma capaz de soportar una charla de esquina sin tiritar o desear el confort del hogar. Una noche sin que una estrella salga a escena y una calle sin el menor ruido habitual. Debe ser por eso que el estallido se escuchó más allá de los límites de la verdad: Le había roto el corazón.
Cuando alguien rompe un corazón, toda moral y buenas costumbres quedan desplazados para darle paso al instinto más violento y horrible que el hombre puede conocer: El desprecio.
Fueron varios minutos de gritos y confusión, de dolor expuesto y de suma violencia e incorrección verbal. Verlo así era ver al odio en primera persona. Sus confusas palabras se mezclaban con saliva y una furia a tamaño escala, hicieron despertar a casi todo el barrio.
Yo no sabía qué hacer, pero dentro de ese manicomio al que llamo hogar, en ese instante sentí alivio por mi misma. Algo así como una felicitación del alma por mi valiente decisión. Creo que él nunca lo logró percibirlo de esa manera.
Tomó sus cosas y se perdió en la noche. Me deseó algo peor que la misma muerte: no me deseó absolutamente nada.
Me levanté de la cama, fui a la cocina, me prendí un cigarrillo y contemplé el silencio que rodeaba mi casa después del huracán.
Todavía falta mucho para el verano, pensé. Pero a partir de ahora, cualquier noche voy a poder ver salir el sol.

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